domingo, 26 de julio de 2015

David Roas. Bienvenidos a Incaland®. Madrid: Páginas de espuma, 2014. 138 pp.




David Roas. Bienvenidos a Incaland®. Madrid: Páginas de espuma, 2014. 138 pp.

 

Bienvenidos a Incaland ® el nuevo libro de David Roas (Barcelona, 1965),  es la versión fílmica de Indiana Jones y la calavera de cristal pero escrita por los Monty Python. Al igual que el film que representa al Perú, es un libro delirante en el sentido literal de la palabra. Si Colón al llegar a América creyó llegar al edén, el alter-ego de David (a quien llamaremos por comodidad Roas) cree haber llegado al infierno, a una especie de Wayward Pines andino. Al igual que en la historia que protagoniza Matt Dillon, el único modo de salir del infierno es por el aire. Lima es una ciudad cercada, semejante al universo planteado en la serie del canal Fox, producida por Night Shyamalan. El Roas-turista se ve pronto en una ciudad cercada de monstruos (los abbies, traducción local: las llamas) rodeado de seres humanos raros y costumbres  extrañas y sobre todo, en donde no hay salida, es decir, entrar al Perú es ingresar a The Twilight zone, la dimensión desconocida en la que nada es lo que parece y terminamos por descubrir zonas insólitas, abyectas, excluidas, no reconocidas por el sujeto aristotélico-cartesiano.

En una entrevista, David nos da una clave de lectura para entender el libro, dice: “[…] lo que traté no es tanto contar lo que es Perú, sino qué sentía yo en Perú” (VERA 2015, énfasis míos). Esto nos deja mucho más que tranquilos porque sentir no es exactamente lo mismo que pensar o ser. Se supone que el sentir es subjetivo, así que el libro es un puro sentir, una visión personal y singular, un sentir distorsionado por el lente de Roas. Por ello al alter-ego de David no le interesa comprender sino sentir esta (nuestra) realidad desquiciada, alucinante o “cutre”, cuyo principal atractivo turístico (Macchu Picchu) está lleno de visitantes “gilipollas”.

La principal operación mental y retórica es la “analogía” o “comparación”. Esta misma operación la habían hecho ya los primeros cronistas al llegar al Nuevo Mundo hace ya varios siglos atrás o incluso los viajeros de los siglos pasados, pero no con el espíritu de los románticos del XIX que idealizaron el espacio americano, sino el de los positivistas del XVIII, que creían descubrir una novedad. Positivista posmoderno –si cabe el sampleo entre ambos- y como viajero, Roas no es ajeno a esto. Desde el punto de vista epistemológico, el alter-ego de Roas es un observador externo que ignora nuestras claves culturales nativas y más bien utiliza unos parámetros de referencia ligados a la cultura de masas o serie B o Z para sentirnos. Durante su itinerario el alter-ego Roas-turista va comparando lo que ve con lo que él conoce. Su idea de realidad normal se opone a la idea de realidad anormal (la nuestra). En este punto el alter-ego Roas da fe de su completa salud mental pues demuestra que es más racional que un ilustrado francés del siglo XVIII, pues todo tiene una explicación (incluso este mundo desquiciado). Por ello, las analogías que establece el Roas-turista entre nuestra realidad y lo que él conoce se basan tanto en The Twilight Zone como en los zombis o los oscuros universos de Lovecraft, Pulp fiction de Tarantino, la maquina parlante de Burroughs de El almuerzo desnudo, Mad Max, o El padrino de Francis Ford Coppola.

Ya en otra entrevista había confesado que [cito] “[…] quería lograr algo parecido a lo que solía ocurrir en la Dimensión desconocida” (E.H. 2015). Roas es un turista así lo niegue o se metamorfosee en llama (tal como en la foto del libro). Como afirma Luis Artigue (2015), Roas es “[…] un turista ciberpunk algo naïf o, por lo menos, poco ducho en la cotidianidad postincaica…”, con una voz narrativa entre erudita e ingenua (ARTIGUE, Ibid). Así, Roas es tan erudito como Cervantes e inocente como el inicial Lazarillo de Tormes. Y es que gran parte del humor roasiano es efecto de un costumbrismo medio parroquial que recuerda en algún pasaje a los primeros migrantes que llegan a Lima de los años 50, fenómeno que está representado en el humor gráfico de la prensa limeña del periodo (cfr. “Serrucho” de David Málaga).

La otra estrategia será la aliteración o repetición de estados de ánimo (miedos infantiles para ser más exactos) que irrumpen como fantasmas a lo largo del libro-novela-viaje de costumbres-horror sobrenatural-autoficción-diario de viajes. Punto en el que todos los críticos-lectores han coincidido y por ello solo cito a Javier Menéndez Llamazares quien señala el “mestizaje” de géneros en este libro como un aporte. Y suscribimos tal afirmación pues más allá de lo posmoderno de la perspectiva de Roas, podríamos afirmar que el mestizaje cultural experimentado en Lima lleva al autor a mezclar géneros (novela, libro de cuentos, literatura de viajes, autoficción) para dar cuenta de una realidad que no es estable y que tiene evidentes resonancias histórico-coloniales.

Pero vayamos a la portada de Fernando Vicente, que rinde homenaje al film El secreto de los incas: Vemos a una pareja fundacional de rasgos anglosajones que miran hacia el cielo en distintas direcciones ¿acaso el terror caerá del cielo como en la novela de Lovecraft? Pues parece que sí. El miedo es provocado por un monstruo, que no es otro que la llama (aunque más parece una vicuña la de la portada, cuestión que será reiterativa en el libro). El héroe aventurero con un sombrero a lo Indiana Jones coge de la cintura a la dama ¿Podrán salir indemnes del acoso de sus fantasías? Quién sabe. Lo cierto es que el escenario, el telón de fondo la ciudadela de Macchu Picchu parece ser el escenario perfecto para que cobren vida los monstruos lovecraftnianos y el “Llamagedón”. Al volver a la realidad, al mundo posmoderno, descubrimos que no hay épica, no hay aventura, entonces, el sujeto tiene que ir inventándolo todo. La insatisfacción me hace pensar que: “Si nada es como uno quiere entonces uno termina imponiendo a la realidad cómo quiera que sea esta”. Así, el registro del libro se mueve entre el costumbrismo duro y lo fantástico-extraño, entre el carnaval y lo grotesco, el humor absurdo y la hipérbole.

Como señala Fernando Iwasaki en el prólogo al libro: “Menos mal que el viajero de Bienvenidos a Incaland se pasa todo el día comiendo, porque si encima le llega a hacer ascos a la estupendísima gastronomía peruana, en su próximo viaje le obsequiábamos a Roas un tour a una aldea jíbara sin cristianizar” (12). Bienvenidos a Incaland no es una guía turística, es una ucronía, una realidad alterna inventada por este Quijote afiebrado de lecturas, series de tv. y fantasías. Los invito a sumergirse en este viaje insólito. Usted estará viajando hacia otra dimensión, una dimensión no solo de combis y de llamas, sino de la mente, un viaje hacia un mundo fantástico cuyo límite es el de los “gilipollas”. Esta es la señal. Su próxima parada. Incaland ®…

 

Elton Honores

Universidad Nacional Mayor de San Marcos